El infierno está lleno de clérigos que han usado el nombre de Dios en vano.
Cada época y lugar tienen un infierno determinado. El infierno español contemporáneo tiene el aspecto de una sala de espera de ambulatorio de provincias. Las paredes están recubiertas de azulejos blancos amarilleados por el tiempo y las sillas son de plástico marrón y están especialmente diseñadas para ser incómodas. Hay muchas puertas, todas cerradas, de color verde pálido. Detrás de un enorme escritorio de color gris hay dos secretarias que se limitan a hablar entre sí o atender llamadas de teléfono, de modo que no responden a tus preguntas ni escuchan tus peticiones. En el infierno no hay lavabos públicos, y la máquina de refrescos solo vende agua con gas, que además da más sed que la que sacia porque está salada.
Por lo general, el infierno español contemporáneo es un lugar incómodo. Las luces son fluorescentes y no te dejan cerrar los ojos. Se oye un zumbido eléctrico intermitente, que se para en cuanto te acostumbras a él y se reanuda cuando ya estás cómodo con el silencio. Hay un letrero con una letra y un número que indican el número de turno, aunque no entiendes muy bien su lógica -del A veintitrés pasa al C cincuenta, y después al A cero siete y al M ochenta y ocho- y además no encuentras el papel que indica tu número por ninguna parte, aunque recuerdas vagamente haberlo cogido en algún momento.
Cada ocho horas una de las secretarias dice tu nombre y te hace pasar a otra habitación prácticamente igual, aunque si prestas atención puedes observar variaciones -un reloj de otro color, una planta mustia que no estaba en la sala anterior, un póster amarillento. Lo peor del infierno español es que no te atreves a hacer otra cosa que no sea esperar tu turno, porque teóricamente una vez rellenes varios formularios y solicitudes te dejan pasar al purgatorio, siempre y cuando cumplas una serie de requisitos previos que no están muy claros.
En el infierno español no tienes hambre, ni sueño, ni frío, ni calor. Solamente esperas. No hay móviles, ni facebook, ni whatsapp, ni siquiera revistas antiguas de coches o cotilleos para pasar el rato. Solo estáis tú y tu aburrimiento. No hay ventanas y no se puede fumar. Es un lugar muy solitario, de vez en cuando ves a alguien en la lejanía, pero rápidamente se mete por una de las puertas verdes y desaparece. Tu única compañía son las secretarias, que no te hacen ni caso. En cada habitación son distintas, aunque se parecen mucho. Son de mediana edad, entre los 40 y los 50. Tienen el pelo recogido en una coleta o moño y las uñas muy largas. Son de verdad, pero te ignoran porque es su trabajo y son muy eficientes.
En las salas de espera hay relojes, pero no funcionan. Siempre que los miras dan una hora distinta, pero esta no sigue ningún patrón lógico. O quizá sí. Intentas memorizar los números que salen y contar mentalmente el tiempo que ha pasado, pero no puedes. Solo puedes esperar. No tienes papel, bolis o lápiz para matar el rato, ni puedes quitárselos a las secretarias porque están detrás de un mostrador altísimo que no puedes trepar. Lo peor de todo es que tienes mucha prisa y estás muy nervioso, como si te hubieras tomado 5 cafés, pero debes permanecer sentado. Te comen la ansiedad, el aburrimiento y la desesperación, pero no puedes hacer nada. Tan solo esperar.
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El infierno español contemporáneo está muy bien diseñado y equipado, y su creador ha sido galardonado con el prestigioso premio Pritzker.