Alejandro Salamanca Rodríguez
Como a tantos otros españoles de mi generación, me ha tocado vivir fuera de nuestro país. La experiencia de la emigración, aunque pueda ser dura a veces, es también una gran oportunidad para aprender acerca de otras culturas y, aunque pueda parecer extraño, sobre nuestra propia sociedad. Uno no se vuelve español hasta que no sale del país, hasta que se da cuenta de que ciertos valores y normas sociales que se dan por hecho no son universales, sino específicos de nuestra tierra. No hay mejor lugar para entender lo que es España que la distancia. La primera lección que uno aprende es que nuestro país no es el centro del universo ni el lugar excepcional que, para bien o para mal, creemos que es. Antes de continuar, me gustaría aclarar que este artículo no es un elogio o una condena de nuestro país. Al hablar de España no me estoy refiriendo al Estado español, esto es, a las instituciones de administración, justicia y gobierno, sino a la sociedad en su conjunto. Creo que es una distinción importante que muchas veces se olvida.
Para mí, como emigrante joven, ser español no es motivo de orgullo ni de vergüenza, sino tan solo una de las circunstancias con las que me ha tocado vivir. Podría haber nacido perfectamente en otra parte del planeta, pero me tocó hacerlo en el centro de la península ibérica. Poniendo las cosas en perspectiva, me considero bastante afortunado por ello, pues al fin y al cabo el nuestro no deja de ser un país económicamente desarrollado donde hay agua corriente y electricidad y donde además es relativamente seguro caminar por la calle de noche. Esto os puede parecer una tontería, pero no es la norma en la mayor parte del mundo. En los últimos cinco años he tenido la enorme suerte y el privilegio de hacer amigos de mi edad de los cinco continentes, de quienes he aprendido mucho y con quienes he podido hablar de las diferencias y similitudes entre nuestras sociedades.
Cada vez que vuelvo a nuestro país me sorprenden dos temas comunes en el imaginario colectivo: el excepcionalismo español y el derrotismo. Por “excepcionalismo español” me refiero a la idea tan aceptada de que España es diferente y especial, para bien o para mal. El derrotismo, por otra parte, sería esa percepción de que España no tiene remedio. Si queremos entender y cambiar nuestro país es necesario desechar estas preconcepciones, que solo contribuyen a que todo siga como está.
Empecemos por el excepcionalismo: no hay más que buscar en Internet la expresión “solo pasa en España” para encontrar centenares de ejemplos. Lamentablemente, España no es especial, y cualquiera que haya vivido un tiempo fuera sabrá que en todas partes cuecen habas. Pensar lo contrario revela una arrogancia y una estrechez de miras tremendas. Si bien nuestro país tiene problemas específicos, la corrupción, el machismo, la ignorancia y la chabacanería no son nuestro patrimonio exclusivo. Es más, yo diría que se encuentran repartidos de manera más o menos uniforme por el planeta, aunque en cada sociedad se muestren de una forma diferente. Esta puntualización no debe confundirse con la complacencia: mal de muchos, consuelo de tontos. Que en otros países haya corrupción no quiere decir que debamos ser tolerantes con la que existe en nuestras instituciones. Que en otros lugares de la Tierra haya más violaciones que en España no implica que debamos bajar la guardia y relativizar las agresiones sexuales que se producen en nuestro país. Que los políticos de otros lugares sean mentirosos y no cumplan sus promesas no significa que tengamos que aceptarlo. No obstante, conviene poner las cosas en perspectiva.
Hace menos de un año, mientras viajaba en tren por la República Checa, mantuve una interesante conversación con un pasajero checo de unos cuarenta años. Hablamos de las recientes elecciones de su país y yo, como buen mesetario etnocéntrico, llevé la discusión hacia España y sus problemas. El hombre me interrumpió y me dijo algo así como “está claro que en España tenéis problemas, pero me resulta muy curioso que seáis los españoles los que peor habláis de vuestro país. En la República Checa pensamos en España como un ejemplo a seguir y un país al que nos queremos parecer. Tenéis muchísimas cosas que ya quisiéramos aquí: infraestructura, instituciones democráticas, una economía fuerte, seguridad…”
Rápidamente comencé a enumerar contraejemplos: aeropuertos vacíos y AVEs inútiles, una independencia del poder judicial más que cuestionable, la falta de oportunidades para los jóvenes y la alta tasa de desempleo… El señor me interrumpió una vez más para explicarme que, sin duda, desde nuestro punto de vista esos son grandes problemas, pero que aun así España es un país envidiable desde la perspectiva checa, y que estamos tan enfadados debido al fenómeno sociológico de la privación relativa: según él, el deterioro de la calidad de vida desde la crisis de 2008 hace que pensemos que las cosas están peor de lo que realmente están.
Realmente el argumento no me convenció mucho, pero hace un par de meses tuve la posibilidad de vivir una conversación parecida desde el lado contrario. Mientras una amiga española y yo tomábamos el aire en la puerta de una discoteca noruega, un nativo un tanto ebrio se nos acercó para preguntarnos por qué vivíamos en Noruega si era un asco de país. Con fastidio, le explicamos que Noruega no estaba tan mal, que su Estado del bienestar era una maravilla, que su cultura de trabajo era bastante positiva, que el civismo de los noruegos y su respeto por lo público era envidiable… A pesar de todo, el hombre seguía en sus trece insistiendo en que los países mediterráneos eran mucho mejores y que no entendía por qué emigrábamos a Noruega.
Obviamente, Noruega no es una sociedad perfecta y tiene problemas, pero desde fuera resulta curioso ver el tipo de cosas de las que se quejan. Lo mismo sucede con España. Creo que para entender y resolver los problemas de nuestro país debemos ser conscientes del lugar relativo que ocupa en el mundo, del camino que hemos recorrido y el que nos queda por recorrer. La próxima vez que nos sintamos tentados de decir “esto en un país normal no pasa” deberíamos preguntarnos qué es “un país normal”. Si normal quiere decir común o habitual, lo normal en el mundo es vivir en un sistema donde la corrupción no solo involucra a las altas esferas sino también a la administración de a pie, donde hay muchas menos libertades civiles y políticas que en España y donde uno no es libre de expresar abiertamente su sexualidad o su ateísmo.
Darse cuenta de esto no es fácil, y para mí solo ha sido posible gracias a mis amistades internacionales. Una compañera del Cáucaso me contaba cómo en su país, a pesar de que la sanidad es nominalmente pública, es necesario sobornar a médicos y enfermeros para recibir un buen trato en el hospital y poder tener visitas. Una amiga de un país andino me explicaba cómo allí los ciudadanos tratan de rehuir a la policía para evitar ser chantajeados o robados. Un colega de África Occidental relataba cómo los servicios secretos de su país amenazaron a su madre tras saberse que estaba involucrado en protestas contra el régimen dictatorial de su país. Otro compañero de Oriente Medio detallaba los frecuentes cortes de luz que sufre la capital de su país, los problemas con el servicio de recogida de basuras, la inoperancia del transporte público o, en un plano más personal, lo difícil que es ser homosexual y tenerlo que esconder porque tus padres esperan que te cases con una mujer de tu misma secta. Estos ejemplos, lamentablemente, no son excepciones, sino algo bastante común en el mundo. Los “países normales” son menos libres y desarrollados que España.
Esto, de nuevo, no implica que debamos regocijarnos y bajar la guardia, pero sí entender la posición privilegiada de la que disfrutamos. Nuestra sociedad y nuestro Estado tienen luces y sombras y enormes contradicciones internas. Es cierto que según las estadísticas somos uno de los países del mundo más tolerantes con la homosexualidad y de los menos sexistas y que más aceptan socialmente a los inmigrantes en Europa, que somos líderes mundiales en donaciones de órganos y energías renovables y también somos, de nuevo según las estadísticas, uno de los mejores lugares del mundo para ser mujer. Por otro lado, también es cierto que en España todavía existen actitudes machistas, homófobas y racistas, y que no hemos hecho las paces con nuestro pasado dictatorial. A nivel institucional, aunque según The Economist y Freedom House seamos una democracia plena con todas las garantías, se ha encarcelado a personas por cantar canciones (por muy horribles que nos puedan parecer las letras) o se han puesto multas por hacer montajes fotográficos que “atentaban contra los sentimientos religiosos.” Del mismo modo, tenemos unos porcentajes de pobreza y paro alarmantes y unas crecientes desigualdades. Es obvio que, como sociedad y como Estado, aún nos queda mucho por hacer.
Para resolver estos problemas es preciso que nos desprendamos de una costra que nos paraliza y atonta: el derrotismo. Cuando volví a España esta Semana Santa y comentaba la actualidad con mis familiares y amigos, me sorprendía la narrativa de que “este país es así” y de que “esto no tiene remedio”. Lo peor es que esto no era solamente repetido por jóvenes, sino por personas de la generación de mis padres que vivieron el final de la dictadura y la Transición. Este derrotismo es lo que hace que a veces tengamos esta sensación de inercia y de desasosiego, de que jamás cambiarán las cosas. Afortunadamente, esto no es real.
Consideremos la situación de la España franquista de hace medio siglo. Los emigrantes de Andalucía y Extremadura procedentes del éxodo rural se hacinaban en barriadas improvisadas e insalubres en la periferia de las ciudades. La mayoría de los hombres empezaba a trabajar a los catorce años. Las mujeres menores de veinticinco años no podían abandonar la casa familiar sin permiso paterno si no era para casarse y tenían el acceso restringido a muchas profesiones. Hasta 1977 no hubo ninguna mujer en la judicatura. El adulterio y la homosexualidad estaban penados por ley y no existía la posibilidad de divorciarse o abortar. El consumo de alcohol y los accidentes laborales eran mucho más elevados que ahora, así como el analfabetismo y la violencia doméstica. Es fácil pensar que esto se debía a una situación anormal, dado que España se encontraba bajo un régimen dictatorial y conservador, y que era “natural” que una vez muerto Franco nos convirtiéramos en un país europeo “normal”. Este pensamiento me resulta simplón y condescendiente.
La Transición desde arriba no es el único factor que explica la espectacular evolución social de nuestro país en el último medio siglo, y creo que es necesario cuestionar esta narrativa. La Transición no fue tan solo un proceso de cambio político e institucional, fue también un increíble periodo de transformación social en el que el pueblo llano, nuestras madres, padres y abuelos, jugaron un papel esencial. Los pactos y negociaciones entre las élites, la política de partidos y los resultados electorales no convirtieron a España en el país tolerante y moderno que hoy es, sino que fue un esfuerzo colectivo de toda la sociedad. En un clima de miedo, con la amenaza de un golpe militar y el terrorismo y la violencia política siempre presentes, entre crisis económicas, reconversiones industriales e incipientes casos de corrupción política, nuestros mayores consiguieron poco a poco un cambio en la mentalidad y las actitudes del país que nos han convertido en uno de los lugares del mundo con la moral más relajada.
La Transición política desde arriba no fue el proceso modélico que se suele vender desde la propaganda estatal, y de hecho muchos problemas estructurales de nuestro país se deben a ella. Sin embargo, al menos en mi opinión, la Transición social desde abajo es algo de lo que tenemos que sentirnos orgullosos. Desde la distancia y la arrogancia que nos da la juventud es fácil criticar a las generaciones anteriores, pero poniendo las cosas en perspectiva, creo que hicieron un muy buen trabajo dentro de sus posibilidades. Los mayores pensaron que España se podía cambiar, que era posible y necesario transformar la sociedad y las costumbres más allá de las siglas presentes en el Congreso. Reconocer esto no quiere decir que haya que caer en la autocomplacencia. Ahora es el turno de nuestra generación para cambiar las cosas, para continuar y superar el legado de nuestros padres y abuelos, reconociendo sus aciertos y sus errores. Para ello, tenemos que evitar caer en estas narrativas derrotistas.
Como generación, nos enfrentamos a grandes retos. La incertidumbre laboral y económica, la precariedad constante a la que nos vemos sometidos y la certeza de que la época de los empleos estables y las viviendas permanentes son cosa del pasado pesan muchísimo, sin duda alguna. El fantasma de la emigración y el hecho de que muchos solo volvamos a España para pasar las vacaciones no ayudan a ser optimistas. La actualidad política y el clima de crispación que se respira en las redes sociales tampoco contribuyen a pensar que hay remedio. Por si fuera poco, nuestro peso demográfico en España es muy reducido, los que tenemos entre 20 y 30 apenas somos un 9.5% de la población en comparación con el 17% que representan los que tienen entre 40 y 50 o el 11.4% de población que tiene entre 60 y 70 años.
Sin embargo, creo que podemos ser moderadamente optimistas. Más allá de los resultados electorales o de la situación económica, tenemos la energía y el potencial para construir una sociedad mejor. Poco a poco nos vamos haciendo un hueco en la sociedad y en los medios, especialmente en Internet, donde somos prácticamente los reyes. A diferencia de las generaciones anteriores, tenemos la posibilidad de construir comunidades y proyectos a distancia, y de crear y acceder a contenidos sin la mediación de un intermediario como eran antiguamente la radio y la televisión. Las ideas fluyen entre nosotros de forma rápida, y de vez en cuando somos capaces de hacer presión para forzar cambios o, al menos, para plantear debates y dar forma a narrativas.
El caso Cifuentes o su antecedente, el del rector plagiador de la URJC, son ejemplos claros. Más allá de la labor periodística de El Diario, fue la indignación virtual entre los estudiantes y graduados de la URJC y otras universidades la que consiguió poner ambos escándalos en el centro del debate, a pesar de que objetivamente sean ejemplos mucho menos graves que los enormes casos de corrupción urbanística y financiera que llevan salpicando nuestra actualidad desde hace años. Sin embargo, el saber que alguien había conseguido ilícitamente algo que a nosotros nos había costado esfuerzo, sudor y noches en vela fue la gota que colmó el vaso.
El cambio social no lo traerá la política de partidos. El cambio social lo traeremos nosotros, los jóvenes, cuando dejemos de normalizar comportamientos y actitudes perniciosas para nuestra sociedad. En Noruega apenas hay papeleras, pero las calles están más limpias que en Madrid o en Barcelona, donde hay una basura cada cien metros. En el país escandinavo los conductores respetan la distancia de seguridad y apenas utilizan el claxon. Apenas hay cacas de perros por las calles y el campo está limpio. Cuando hay discusiones, las partes implicadas no se interrumpen o se faltan al respeto. Parecen estupideces, pero este tipo de costumbres, no basadas en las leyes o el temor al castigo sino en el respeto a los demás, hacen la vida de todos más agradable. El civismo jamás será impuesto desde arriba, sino que surgirá desde abajo como un esfuerzo colectivo.
Sin duda alguna, debemos exigir decencia, honestidad y profesionalidad a nuestros políticos, funcionarios y fuerzas de seguridad. Es cierto que los grandes problemas que afectan a España no se van a resolver dejando de tirar papeles al suelo. Es obvio que la explotación y la precariedad que padece nuestra generación precisa de soluciones políticas. No obstante, debemos tener en cuenta que las elecciones o los parlamentos no lo son todo, y que como individuos podemos intentar hacer un país mejor. Debemos dar ejemplo con nuestros actos y nuestra conducta. Afeemos a los demás que tiren papeles al suelo o que mientan en el CV. Llamemos la atención a los incívicos que llevan música alta en el transporte público, a los asquerosos que gritan a las mujeres por la calle, a los que aparcan en doble fila y conducen como energúmenos, a los guarros que tiran basuras al campo. Reivindiquemos nuestros derechos laborales, ayudemos a nuestros compañeros, alcemos la voz cuando se nos exijan horas extra no remuneradas o cuando veamos injusticias. La vida no es una carrera en solitario sino una aventura colectiva: el individualismo nos lleva a la ley de la selva.
No ridiculicemos a los que se organizan con la excusa de que “total, para qué, nada va a cambiar”. No pensemos que España es un país excepcional sin ningún remedio. Sé que suena a tópico utópico de manual de autoayuda del tres al cuarto, pero el cambio empieza en nosotros. Debemos dejar de mirarnos el ombligo, tomar conciencia del lugar que ocupamos en el mundo y actuar en consecuencia. El derrotismo lleva a la inacción. Pensar que somos un país único y especial hace que nos cerremos a lo que podemos aprender de fuera. Tenemos el enorme privilegio de vivir en un país desarrollado y democrático, en comparación con los países normales. Aprovechémoslo.