…fácil es a los dioses que habitan el cielo anchuroso
dar honor a un mortal o abatirlo, según su deseo.
Odisea 16. 210-111
“¿Por qué permite Dios el sufrimiento?” Quizá fue esto lo que se preguntó Leibniz en el siglo XVIII cuando escribió por primera vez acerca de la teodicea.1 Este concepto daría inicio a una corriente filosófica dedicada a indagar cómo aplica el dios cristiano la justicia y, a su vez, a una corriente de estudios que investiga cómo se comportaban los dioses de las religiones politeístas en la antigüedad ante la ruptura de una regla moral.2 Estos estudios nos llevan a ver con nuevos ojos la relación del hombre con la divinidad antes de la llegada del cristianismo.3
En el poema épico de la Odisea (escrito alrededor del siglo VIII a. C.), un texto que según Aristóteles conformó el pensamiento religioso de los griegos, nos encontramos con la antigua ley no escrita de la hospitalidad. Los hombres de la Grecia antigua estaban moralmente obligados a ayudar a los extranjeros llegados a sus tierras. En el mundo antiguo, especialmente en el griego, la ley moral de la hospitalidad era una de las más importantes y respetadas.4 Sin embargo, en el conocido mito homérico, el cíclope Polifemo “peca” al negar la hospitalidad a Ulises y sus compañeros recién arribados a su isla, llegando incluso a capturarlos para comérselos. Por suerte, Ulises utiliza su ingenio para conseguir escapar del cíclope, dejándole ciego.
¡Oh cíclope! (…) sin remedio tenías a tu vez que sufrir un mal trato, pues osaste, maldito, comerte a tus huéspedes dentro de tu casa. Ya Zeus se ha vengado y las otras deidades.
(Od. 9. 477-479)
Hoy en día entenderíamos que Ulises actuó en legítima defensa ante el monstruo, sin embargo, esto no se entendía así en el mundo antiguo. El deseo de venganza y castigo del dios Poseidón, padre del cíclope, es el motor que impulsa todas las desgracias que acontecen al héroe Ulises a partir de este momento. ¿Por qué? ¿Qué pecado ha cometido Ulises para recibir dicho trato? ¿Acaso no actuó en defensa propia? ¿No había violado Polifemo su deber de hospitalidad? Y, por el contrario, si el castigo de Ulises tiene un motivo justo, ¿por qué entonces Atenea sale en defensa del héroe? Nos sorprende que Poseidón esté siendo tan “injusto” porque en nuestro inconsciente colectivo está presente el dios del cristianismo. El cristianismo nace en el siglo I d. C. como una corriente del judaísmo, religión que aún sigue esperando la venida de un salvador y mesías. En cambio, los cristianos entienden cumplida esta esperanza mesiánica en la figura de Jesús de Nazaret, Dios hecho carne. El cristianismo se extendió por Europa y con el Edicto de Tesalónica (380 d. C.) promulgado por el emperador Teodosio, pasó a ser la religión oficial del imperio romano. En la actualidad, aunque una gran parte de la población se considera atea o agnóstica, se sigue moviendo por los mismos principios morales que propaga el cristianismo bíblico: amor al prójimo (Mt. 22:39), igualdad entre hombre y mujer y extranjeros, libertad (Gl 3:28), etc.
Cuando alguno de estos principios morales se rompe el dios cristiano parece estar dividido entre dos deseos irreconciliables: primero el de hacer justicia. Puesto que nuestra confianza no está puesta en él, estamos condenados a estar alejados de su presencia, recordando con frecuencia las Escrituras que este alejamiento afecta a todas sus criaturas.
…por (…) cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios…
(Romanos 3:23)
El otro deseo del dios cristiano es la misericordia y el amor, teniendo la voluntad de perdonar gratuitamente a todos los seres por él creados. Pero esto, como entenderá el lector, no es realmente posible si se es “justo”. La manera que tiene el cristianismo de conciliar justicia y misericordia es presentar a Dios como alguien que juzga a la humanidad y la declara culpable, pero que acto seguido paga el precio de dicha culpabilidad, asumiendo el castigo de sus delitos por medio de esa misma divinidad hecha hombre, que muere en la cruz. Por eso el mencionado pasaje de Romanos continúa diciendo:
…siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús.
(Romanos 3:24)
De manera inconsciente trasladamos esta concepción a los dioses del mundo antiguo, un tiempo en que no existía la salvación divina, a sociedades politeístas en las que cada dios tenía diferentes atributos y deseos contradictorios y en las que justicia y misericordia con frecuencia estaban enfrentadas. Al dios de la antigüedad griega no le importa si una acción es justa o buena, sino si esta le “agrada” conforme a sus atributos específicos. A Atenea, diosa del ingenio, le agrada la astucia de Ulises, y por este motivo le ayuda. Por esta razón el griego no busca el supremo bien sino más bien la extrema virtud (“Αρετέ” /areté/) o excelencia, puesto que una misma acción (como por ejemplo robar) podía complacer a un dios e ir en contra de otro.
Esto va más allá y es más fácil de entender en los textos mitológicos del antiguo Oriente Próximo, donde vemos continuamente a los dioses personificados o cosificados en el concepto que representan: en la antigua Súmer el dios rey Anu, dios del poder, es en sí mismo la fuerza y representa la autoridad, aunque luego el poder ejecutor recaiga en su hijo, el dios de la tormenta, Enlil, que investido de los atributos de su padre, es el que castiga a la humanidad. Este dios, Enlil, fue asimilado a Marduk por los babilonios.
Tú, Marduk, eres el más merecedor de honra entre los grandes dioses; tu destino es sin par, tu mandamiento es Anu.
(Fragmento de la Tablilla IV; La exaltación de Marduk)
Otro ejemplo lo encontramos en el Libro de los muertos, un texto funerario egipcio del que tenemos evidencias desde el 1500 a. C. En este fragmento podemos apreciar que el dios Ra y el Sol, un objeto
tangible, están asociados.
…Los dioses están contentos [cuando] ven a Ra surgir; sus rayos inundan el mundo con luz.
(El libro de los muertos, capítulo XV)
En los dioses griegos quedan restos de esta asimilación, así Ulises se hace amado de Atenea por el uso de su audacia, pero más allá de eso, Atenea es la audacia en sí misma. Igualmente, cuando Ulises vuelve a Ítaca, el propio Zeus lo ayuda, y es que, como dios rey y dueño del poder, en el momento en que el héroe pisa su tierra Zeus pasa a identificarse con Ulises, que es el legítimo rey de Ítaca. Y ¿cómo vamos a intentar aplicar rasgos de justicia a objetos tangibles como el sol, o a atributos intangibles como la fuerza o la astucia? No es que los dioses en la antigüedad sean caprichosos y den rienda suelta a sus emociones, sino que simplemente están todavía sujetos a la realidad del objeto o concepto que representan.
Además del parecido en atributos con los dioses, para los personajes de la Odisea hay otros dos elementos que entran en juego para determinar lo que sucede a los hombres. En primer lugar, el destino, uno superior incluso a los dioses, que no puede ser abatido y del que Zeus es garante, puesto que es el dios del poder. En segundo lugar, las decisiones de los hombres y sus pecados, las acciones que les resultaban desagradables a uno u otro dios, lo cual es interesante porque plantea la pregunta de si para los dioses griegos hay realmente maldad.
Es de ver cómo inculpan los hombres sin tregua a los dioses achacándonos todos sus males. Y son ellos mismos los que traen por sus propias locuras su exceso de penas.
(Od. 1.32-34)
Sin embargo, en las religiones próximo orientales sí que existen dioses “buenos y malos”, parte de una lucha eterna entre el bien y el mal. Es el caso de Enlil/Marduk, dios de la tormenta, que lucha contra Tiamat, diosa de las aguas primordiales y el caos en la religión sumero-babilonia; o puede observarse en la lucha que enfrenta al dios Baal con los dioses Yam (dios serpiente del agua salada) y Mot (dios de la muerte), de la religión ugarítica.5 Esto no se contradice con lo antes mencionado, ya que estos dioses “buenos” a quienes los humanos deben su adoración siguen siendo víctimas de su necesidad de representar determinados atributos, lo que les lleva a realizar acciones moralmente dudosas debido a su “naturaleza”. Sin embargo, en la mítica oriental el mal existe y debe ser derrotado y frenado. La adoración a dioses destructivos se hacía con la intención de aplacar sus acciones malvadas.
Un caso aparte es el del zoroastrianismo, una religión cuya antigüedad real desconocemos, y en la que también encontramos esta lucha primordial entre el caos y el bien, en la que, finalmente, el mal absoluto (Angra Manyu) será derrotado.6 Para los zoroastrianos, que sí tienen una divinidad suprema, Ahura Mazda, el comportamiento de los fieles determina su entrada al paraíso o a un “purgatorio” donde pagan por sus acciones malvadas, y su divinidad sí se presenta como infalible en sus decisiones, premiando solo a los hombres justos. Esto es interesante porque existe un castigo divino para el mal, pero este solo se recibe tras la muerte.
Esta creencia en la existencia de justicia en el más allá también la encontramos en las creencias egipcias, pero no así en las mesopotámicas y las siro-cananeas (a excepto del judaísmo). Como bien dijo Thorkild Jacobsen7, si un antiguo egipcio despertara hoy y viera las pirámides no se sorprendería, pues las construyó para la eternidad. Por otro lado, si un sumerio o acadio despertara y viera que no queda nada de su civilización tampoco se sorprendería, puesto que para él el hombre es solo viento y polvo. Las tumbas egipcias son tan ricas porque prevén que el alma perdurará tras la muerte y el juicio. Sin embargo, para frustración del asiriólogo, el hombre mesopotámico creía que nada quedaría de él y que no habría juicio divino tras la muerte, por lo que sus ajuares fúnebres son escasos.
¿Y qué es de los griegos? No conocemos que los griegos del mundo antiguo creyeran en un más allá excepto para los peores criminales, que sí eran castigados, y para el caso de los héroes, que podían disfrutar de un paraíso, los Campos Elíseos. Algo parecido a lo que conocemos de la cultura nórdica, en la que solo los guerreros podían entrar en el Valhalla. El honor, la valentía en la batalla o, en definitiva, la fama debida a una de estas virtudes, era lo que convertía al individuo en amado de los dioses. De nuevo, acomodados en universalidad del cristianismo, nos parece difícil entender que la sociedad corriente pudiera tener una creencia que excluyera la posibilidad de salvación. Pero no debería ser así, pues, en definitiva, dentro de una creencia ateísta, se aspira a esta misma fama —intelectual, física o artística— como una auténtica salvación divina ante el olvido de la muerte y la no existencia.
En definitiva, no deberíamos intentar aplicar a las religiones antiguas los valores del cristianismo, que nos presenta a un dios justo pero misericordioso que traerá la justicia al final de los tiempos. Un dios que, al fin y al cabo, no desea el sufrimiento del ser humano. Para el hombre de la antigüedad no tenía sentido pensar en por qué permitía dios el sufrimiento, sino identificar a qué dios habían ofendido, ellos o sus antepasados, para atraer hacia ellos la desgracia. Con frecuencia, la justicia en la esfera religiosa no habría tenido cabida, y el bien y el mal habrían tenido una separación más difusa.
Bibliografía
COROMINAS J., Diccionario Etimológico Castellano e Hispánico, Gredos, 1984.
Henry FRANKFORT, Thorkild JACOBSEN, El pensamiento prefilosófico, Fondo de Cultura Económica de España, 1980.
Samuel Noah KRAMER, Sumerian Mythology, Chicago University, 1944.
Takayoshi OSHIMA, The Babylonian Theodicy, The Neo-Assyrian Text Corpus Project Helsinki, 2013.
Jenny ROSE J., Zoroastrianism, an Introduction, Tauris, 2011.
Bibliografía Clásica
Biblia Reina Valera, 1960.
Enuma Elish: Poema Babilónico de la Creación, traducción de Lara PEINADO, Trotta, 1994. Madrid, España.
Hávamál, traducción de Martin CLARK, Cambridge University Press, 1923.
HOMERO, Ilíada, traducción de CRESPO GÜEMES E., Gredos, 1996.
El libro de los muertos, traducción de BUDGE W., Dover, 1895.
Poema del Gilgamesh, traducción de Lara PEINADO F., Tecnos, 1988.
1La palabra “teodicea” viene del griego “Ζεός” (/zeós/) que significa dios o diosa y “Δική” (/diké/) justicia. Leibniz en sus ensayos hace alusión a este término como defensa de la existencia de Dios y de su bondad a la hora de impartir justicia. En este artículo, sin embargo, me refiero al estudio y comparación de la justicia de los dioses según las diferentes culturas.
2 Sobre el sufrimiento en Leibniz leer Ensayos sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Primera parte, apartado 22.
3La teodicea nace en realidad como una respuesta al llamado trilema de Epicúreo que enuncia lo siguiente: O bien Dios no puede erradicar el mal, y entonces no es Dios, o puede erradicar el mal pero no quiere y no es realmente bueno, o finalmente quiere y puede pero entonces, ¿por qué existe el mal? Esto en teología es conocido como el “problema del mal”. La cantidad de autores que hablan de este tema es infinita. Lactancio en su libro De ira dei ( VIII, 188) es el que le atribuye a Epicúreo el problema.
4 La ley de la hospitalidad o de la “Χενία’’, aunque no se enuncia como tal, está presente en muchas referencias del mundo griego. En la Ilíada, Menelao acusa a Paris, que estaba alojado en su casa, de romper esta ley raptando a su esposa Helena. Más de mil años después, en época del Imperio macedónico, Isócrates apunta como causa de la caída del imperio de Alejandro Magno que este había olvidado la hospitalidad.
5 Se podría argumentar que la lucha de Urano con Cronos o de Cronos con los dioses olímpicos es una lucha entre el bien y el mal, y sin duda hereda hasta cierto punto este aspecto de las culturas orientales. Sin embargo, como ni Urano ni Cronos son dioses del caos ni malvados en todos sus aspectos, me parece que no se puede aplicar la misma consideración. La historia de estas luchas se puede leer en la Teogonía de Hesíodo.
6 Lo cual contrasta directamente con religiones lejano orientales, como el sintoísmo y el taoísmo, en las que se propugna un necesario equilibrio de fuerzas entre el bien y el mal.
7 Aparece así explicado en el libro El pensamiento prefilosófico editado por el Fondo de Cultura Económica de España, 1980, escrito en conjunto con Hans y Henrietta Frankfort.