Transformad el mundo, cambiad la vida

La política tras la vanguardia artística

Carlos García Martín

Cuando el arte independizado representa su mundo con sus colores resplandecientes, un momento de la vida ha envejecido y no se deja rejuvenecer con colores resplandecientes. Sólo se deja evocar en el recuerdo. La grandeza del arte no comienza a aparecer hasta el crepúsculo de la vida.

La sociedad del espectáculo, §188

 

En los años veinte, un joven André Breton paseaba por las calles de París a la caza de anuncios publicitarios. Tijera en mano, su misión era recortar fragmentos para que, una vez recontextualizados en un collage, acompañasen la lectura del manifiesto surrealista que acababa de redactar. Unos cincuenta años más tarde, una serie de estudiantes llenaba la Sorbona de pintadas con las que, reescribiendo frases de autores como Sade o William Blake, llamaban a una revuelta obrera y estudiantil. Aunque aparentemente estos sucesos solo se relacionan geográficamente, ambos reposan sobre una misma idea: el arte no debe representar mitos perdidos o momentos utópicos, sino que su meta debe ser operar sobre la realidad misma para cambiarla.

 

Poema-collage, André Breton.

 

 

De museos, carteles y panfletos

 

 

Para poder comprender la propuesta de politización del arte que estos dos hechos implican debemos retrotraernos hasta finales del siglo XVIII. El Romanticismo trajo consigo un cambio en el concepto tanto del artista como de la obra de arte en sí misma. La figura del genio romántico, entendido como un individuo con una sensibilidad especial que le permite captar y representar la realidad de una forma distinta, hizo que la obra de arte se situase a un nivel distinto del de cualquier otro objeto al uso. Esta contenía dentro de sí un estado ideal del mundo —muchas veces representado a través de mitos clásicos— que, paradójicamente, permanecía irrealizable al ser propuesto como una meta a alcanzar y no como un punto de partida para el cambio social. En palabras del teórico alemán del arte Peter Bürger:

En la sociedad burguesa, el arte juega un papel contradictorio: al protestar contra el orden deteriorado del presente prepara la formación de un orden mejor. Pero, en tanto que da forma a ese orden mejor en la apariencia de la ficción, descarga a la sociedad existente de la presión de las fuerzas que pretenden su transformación.

Esta orientación idealista del arte no se limita únicamente al contenido de las obras, sino que afecta a las relaciones entre arte y sociedad. Paralelo a esta desvinculación entre el arte y la realidad encontramos todo un mecanismo que, a través de los salones de exposiciones y los museos, intenta configurar la esfera del arte como autónoma con respecto a la sociedad. Los salones ―pequeñas galerías privadas y públicas que suelen considerarse como el origen de la crítica de arte― que Diderot comentaba y la inauguración de museos nacionales como el Museo Británico (1759) o el Museo del Louvre (1793) trataban de construir un espectador específico, cuya mirada separase claramente el arte de la realidad social.

No obstante, el propio desarrollo histórico del siglo XIX hizo que estas dos concepciones se tambaleasen. La aparición de medios de reproducción de masas como la fotografía o la litografía rompieron con ese carácter único que la obra de arte encerrada en el museo presentaba. Paralelamente, tras el fracaso de las revoluciones —pensemos en la deriva hacia el “terror” de la Revolución francesa, cuyos ideales representaba el Juramento de los Horacios, o en la frustrada Comuna de París en la que Courbet participó— se comenzaron a ver las insuficiencias en la generación de mitos artísticos que sirviesen como acicate revolucionario. Además, con la ya mencionada aparición de la fotografía, el presupuesto de realismo sobre el que gran parte del arte de la época se asentaba comenzaba a verse amenazado.

 

El juramento de los Horacios, Jacques-Louis David.

Esta crisis de la representación trató de ser subsanada a través de dos propuestas. La primera de ellas renegó de cualquier intento por reflejar la sociedad, retornando a la noción idealista en la que la función social del arte es, paradójicamente, no tener función. Esta desvinculación del papel del arte con respecto a la sociedad que lo ha engendrado es una constante que podemos rastrear casi desde que Kant definiese el terreno de lo estético como una “finalidad sin fin”, pero tal vez los ejemplos más claros sean el Art Nouveau francés y el Jugendstil alemán y nórdico.1 Estos dos movimientos, que podríamos encuadrar dentro del Modernismo, y cuyo objeto principal eran las artes decorativas y el interiorismo, se alejaban de la representación de imágenes míticas basadas en un pasado inalcanzable para construir, ya no nuevos modelos de lo político, sino nuevos modelos de deseo y consumo colectivo a través de su alianza con la publicidad y la cartelería.

De este modo, y siguiendo a Benjamin, podemos afirmar que “la publicidad se emancipa con el Jugendstil”,2 ya que la autonomía de la obra de arte se traslada a la propia mercancía anunciada: esta pasa a ser vista como algo independiente, escindida de las condiciones materiales que han posibilitado que exista y por tanto completamente ajena al mundo del que surge. En este sentido, cabe destacar el papel que tuvo la reproducción de motivos orientales en los carteles: estos enfatizaban esa sensación de lejanía y de mistificación que todo objeto mercantil tiene en su base. De forma similar, la alianza entre motivos modernistas y medios de reproducción de masas permitía a las obras salir de los museos para incrustrarse en las calles y que, de este modo, su recepción fuese mayor.

 

Cartel de Eugène Grasset

 

Frente a esta actitud esteticista centrada en el dictum del arte por el arte, la vanguardia tomará el camino opuesto, aunando su punto de partida con su teatro de operaciones: la obra artística debe operar “desde” y “en” la realidad. Frente a la actitud idealista del arte anterior, artistas como André Breton, Marcel Duchamp, Vladimir Maiakovski o Filippo Marinetti buscan aunar el “transformad el mundo” de Marx con el “cambiad la vida” de Rimbaud: en lugar de basarse en lo ritual el arte pasa a tener otro fundamento, la política. Aunque gran parte de la vanguardia artística estaba afiliada al Partido Comunista —John Heartfield fue uno de los primeros miembros del Partido Comunista de Alemania y André Breton estuvo vinculado temporalmente al Partido Comunista Francés—, su propuesta se alejaba de la concepción política de la vanguardia que Lenin había esbozado apenas unas décadas atrás.

The Blind Man, Marcel Duchamp.

Si bien ambas propuestas aspiraban a una superación de la sociedad burguesa, la mirada artística buscaba implicar siempre la acción, rechazando completamente el aislamiento entre arte y contexto social presente tanto en los museos como en el Art Nouveau. Para ello, la vanguardia apela un “reencantamiento del mundo” a través de la práctica artística que sea capaz de romper con la separación entre arte y vida. Sea desde el primitivismo cubista o las bromas dadá, desde la embriaguez surrealista o la pasión por la guerra del futurismo italiano, las vanguardias buscan superar (o, al menos, paliar) el desencantamiento que Max Weber había diagnosticado como la principal consecuencia del desarrollo técnico-racionalista de la Modernidad.

 

La vieja cantinela del “nuevo” Reich: sangre y acero, John Heartfield.

 

 

El montaje como política

 

 

Dentro de su heterogeneidad, todas las vanguardias comparten el afán por proclamar que tanto sus manifiestos como sus producciones artísticas son de una radical novedad, afirmando —y llegando a rozar la fanfarronería en algunos casos— que su propuesta rompe por completo con el paradigma artístico anterior. No obstante, esta ruptura es mucho más parcial de lo que en un principio pudiera parecer, y en no pocas ocasiones se trata de un mero rechazo del papel del arte dentro de la sociedad burguesa que deja intactas cuestiones como la propia categoría de “obra de arte” o la relación entre arte y creación. Antes señalábamos que una parte del arte moderno (contra el que cargaban sus tintas los vanguardistas, viendo en él el modelo de toda corriente ajena a ellos), agotado por el fracaso de la aspiración utópica en la que había basado su tradición, encontró una vía de escape a través de su alianza con el mercado y, concretamente, con la incipiente industria de la cartelería que la litografía había posibilitado. Con esto conseguía superar la caída del papel del mito como motivo artístico mientras mantenía esa antinomia entre contemplación y vida que posibilitaba su existencia como algo autónomo: el mito es sustituido por el deseo, por el fetiche; y la mirada estática del visitante del museo se transforma en la mirada fascinada del paseante al escaparate, donde el cristal y el cartel crean una distancia siempre inabarcable entre el sujeto deseante y el objeto deseado.

La vanguardia también será consciente de la importancia del desarrollo de la técnica y el mercado en las relaciones entre arte, cultura y sociedad. Al igual que la mayoría del arte de su época verá que debe abandonar los museos para introducirse en la nueva configuración urbana pero, lejos de buscar una mera adaptación a los nuevos modelos de recepción, utilizarán estos para establecer un comentario —cuando no un ataque directo— al trasfondo homogeneizador de estos modelos. Esto explica el interés de toda la vanguardia por el montaje y los collages, los cuales tomaban elementos cotidianos como anuncios, urinarios, fotografías o palas para la nieve para extraerlos de su contexto y situarlos en un nuevo plano.

 

Collage para la novela Nadja, Breton.

 

Esta lógica dialéctica ―no debemos dejar de lado la filiación marxista de gran parte de las vanguardias― confronta las condiciones dadas por la realidad con otras configuraciones posibles, ya sea a través de esa búsqueda surrealista del misterio de lo cotidiano o las parodias de Heartfield, por no olvidar a la vanguardia rusa y su intento por crear esa “poesía del futuro” de la que hablaba Marx. En último término, el collage trata de señalar que el cambio social es posible bajo las condiciones materiales dadas, solamente es necesario cambiar las relaciones sociales que los sustentan. Del mismo modo, y siguiendo a Nicolas Bourriaud, en tanto trabajan con objetos ya producidos (los ready-mades dadá y los objets trouvés surrealistas son el mejor ejemplo) y no crean de la nada, su discurso no versa sobre la naturaleza sino que apela al capital: al tomar mercancías para confrontar su carácter concreto con otros elementos y señalar la realidad contradictoria que se deriva de este choque,3 el contenido de la obra de arte pasa a ser inmanente al papel que esta ocupa dentro de la sociedad. De este modo hacen suya la tesis de Marx según la cual, frente a la tradición que se limitaba a interpretar el mundo, ahora era necesario transformarlo.

El montaje actúa a través de una dialéctica de oposición en la que, al unir dos elementos inconexos o contradictorios, se rompe con el sentido unitario de la obra: un guante puede ser la puerta a algo extraordinario y confrontar una foto antigua y esplendorosa de algo hoy en día en ruinas permite percatarse de cómo el pasado mítico está incrustado en el presente. De este modo, el espectador deja de ser un mero diletante de la obra para exigírsele una toma de posición. Este juego entre realidades puede ser rastreado hasta la alegoría medieval y tal vez su antecedente más directo sea el “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección” del que hablaba Lautréamont, pero solo con la vanguardia se toma esta confrontación como una forma de superar el arte como actividad separada de la realidad para supeditarlo a fines políticos. Esta imagen dialéctica no apela a ninguna naturaleza perdida (como podría hacer el Romanticismo) ni busca en su negación del sentido una forma de la que evadirse, sino que exige una superación de esas contradicciones entre lo posible y lo dado.

La imagen dialéctica a través de la que opera el montaje trata de mostrar cómo, lejos de ser los objetos los entes autónomos que los anuncios muestran, reposan sobre una historia y unos modelos productivos concretos. A través del sinsentido y la contradicción dadá y surrealista o desde la vanguardia rusa y su pretensión de representar “el origen y las transformaciones en la industria y la producción”4 de la materia, el montaje trata de poner de manifiesto que la autonomía ―tanto del arte como de la mercancía― no es sino una coartada par

Ensamblaje de hierro, Dictionary of French Architecture (1856)

a negar cualquier intento de subversión de lo dado. La confrontación en el montaje entre elementos dispares trataba de señalar que las condiciones materiales para llevar a cabo la revolución ―sea del lenguaje poético, estética o política― ya existían y, por tanto, bastaba con producir un “vuelco dialéctico en la conciencia despierta”5 que permitiese mostrar una nueva relación con las mercancías y los métodos productivos, de manera que ya no se mostrasen como alienantes sino que permitiesen un cambio histórico.

En este sentido, podemos oponer el uso de la historia por parte de la vanguardia a la naturalización de esta que lleva a cabo la alianza entre publicidad y Modernismo que inundaba las calles de la época. Los motivos exóticos del Modernismo ―pensemos en los oasis y vergeles tropicales de los anuncios, pero también en las alusiones naturalistas a un pasado mítico― actuaban como forma de aislar la obra del contexto social en la que surgía. Esta visión de la historia la convierte en historia natural, donde cada momento contiene el germen de su desarrollo posterior. Esta posición determinista en la que la historia es concebida como algo que se desarrolla ajeno al ser humano ―y por tanto niega cualquier posibilidad de reacción contra el orden existente― permitía que el arte mantuviese una relación antinómica con la sociedad. De este modo, si antes garantizaba su autonomía a través de la construcción de un mito ahistórico, ahora el mito se convierte en fetiche: su pretensión ya no es la de restituir una unidad social originaria, sino la de saciar el deseo del consumidor individual.

Historia natural de Alemania: Metamorfosis, John Heartfield. Ebert es la oruga, von Hindenburg la larva y Hitler la polilla.

Al supeditar la historia humana al modelo determinista naturalista, presente de forma velada del historicismo positivista decimonónico, pero también en Goethe y el Romanticismo, se negaba cualquier posibilidad de cambio: solamente era posible esperar que el desarrollo de la sociedad condujese a un estadio mejor. Esto explicaría el auge de motivos vegetales en las estructuras de las grandes y novedosas construcciones de hierro de la época ―desde pasajes mercantiles hasta estaciones de tren además de los invernaderos urbanos―, ya que al mostrar la sociedad mercantil como una nueva naturaleza esta adquiere su legitimación a través de su propio desarrollo.6 La vanguardia será especialmente ácida con esta visión naturalista y mítica de la historia, apoyando una lectura mucho más materialista que trata de enfatizar las contradicciones de la sociedad para así posibilitar su superación.

 

Como ejemplo más claro tenemos los collages de Heartfield, pero también la primera exposición masiva de Picasso, en la que expuso obras cubistas al lado pinturas que rozaban el neoclasicismo. Esta aparente vuelta a la figuración hace que sea acusado de traidor, pero la estrategia de Picasso iba mucho más allá: su objetivo era usar la propia historia del arte para hacer arte, de tal modo que la concepción que el arte tenía de sí mismo pasaba a ser objeto tanto de expresión artística como de debate. De este modo, la obra de vanguardia efectúa una crítica general de la situación existente mientras, simultáneamente, propone una tentativa de respuesta a esta. Si el Art Nouveau llevaba a su extremo el dogma idealista según el cual el arte solo es arte cuando su existencia es autónoma con respecto a la historia y a la sociedad de la que forma parte, la vanguardia trata de reconstruir la vida a través de un arte que se cuestiona tanto su papel dentro de la vida como dentro de la sociedad.

 

 

La vanguardia de la ausencia

 

 

Hasta ahora hemos tratado de definir el proyecto de politización del arte de las vanguardias en comparación con propuestas modernistas como el Art Nouveau o el Jugendstil, donde el fracaso a la hora de generar modelos utópicos fue subsanado produciendo nuevos modelos de deseo. A casi un siglo de distancia podemos preguntarnos si el proyecto tuvo éxito o, por el contrario, fue absorbido por esa industria que trataba de abolir. No obstante, dictar sentencia de forma absoluta, reduciendo todo el recorrido histórico de las vanguardias a un fracaso o un éxito sería, cuanto menos, atrevido. Si hoy en día visitamos una galería de arte veremos que esos artefactos con los que Duchamp trataba de dinamitar el museo forman hoy parte del catálogo de exposición. De forma similar, el surrealismo y su propuesta de buscar lo extraordinario a través de lo cotidiano puede incluso encontrarse en la base de los modelos de producción posfordistas ―orientados ya no a la producción industrial sino al consumo de masas― y su intento de convertir cada mercancía en una experiencia única.

Este aparente fracaso de la vanguardia solo es tal si reducimos su propuesta a los fines que trataba de alcanzar. Si en vez de aplicar una mirada teleológica nos centramos en los procesos, métodos y tácticas que llevaron a cabo, veremos que el proyecto vanguardista supuso una revolución tanto en la forma de recepción como en la de creación de la obra artística. La vanguardia y su rechazo de la autonomía del arte impregnará todo la creación artística posterior: del arte Pop de Warhol hasta obras más cercanas a una sensibilidad posmoderna como la de Gerhard Richter o la autorreferencialidad del arte del colectivo Art & Language, además de movimientos estético-políticos como la Internacional Situacionista7 que toman como punto de partida la problematización de la autonomía del arte.

Tratar de buscar una explicación al carácter incompleto de esa revolución a la que apelaba el proyecto vanguardista es arriesgado. Aunque podríamos vernos tentados de acusar a la sociedad o al mercado de no ser capaces de reaccionar ante los cambios que la vanguardia propone, esa solución obvia las insuficiencias del planteamiento vanguardista. Esa “castración del archivo” con la que ácidamente Guy Debord definía la posición de las vanguardias treinta años después de su auge tal vez se deba a que, a pesar de la testarudez de las vanguardias por afirmar su distancia respecto a toda propuesta artística anterior, estaban mucho más cerca del Romanticismo y su construcción de mitos de lo que en un principio pudiera parecer. En último término, la recreación del mundo a través del arte por la que aboga la vanguardia no se aleja tanto de la obra de arte total (Gesamtkunstwerk) que Wagner concebía como el camino hacia un Estado socialista germano. De forma similar, observamos que la distancia entre la vanguardia estética y la política no son tan amplias como podríamos creer en un primer acercamiento: ambas se situaban a sí mismas entre el estado presente del mundo y su realización final, de tal forma que solo a través de la mediación vanguardista se podría abrir la puerta a un cambio en la totalidad. Esto podría explicar la aceptación por parte de los vanguardistas rusos de la resolución del Comité Central del Partido según la cual toda agrupación artística debía ser disuelta. A este respecto, Boris Groys llega incluso a afirmar ―de una forma un poco atrevida― que el estalinismo no es sino el desarrollo político del proyecto de la vanguardia artística rusa:

La época estaliniana precisamente no produjo ningún estilo propio claro, fácilmente reconocible. Antes bien, utilizó los más diferentes estilos para crear, a partir de ellos, la obra de arte única, total, que era la realidad soviética misma. El hombre soviético no vivió en esos años dentro de la realidad, sino dentro del arte. La autoría de esa obra de arte total se atribuía, como es sabido, a Stalin, quien intervenía así como un artista de tipo wagneriano.

La postura de Groys puede resultar arriesgada, pero el argumento que subyace tras ella nos permite iluminar el que tal vez sea el principal escollo con el que la vanguardia se topa. Antes apuntábamos que para Breton transformar el mundo y cambiar la vida eran una y la misma tarea. Ahora podemos ver que el enunciado debe reconstruirse como “cambiar la vida para transformar el mundo”. Esta alteración trastoca por completo el sentido de la frase: el intento de romper la autonomía del arte y conciliarlo con la vida pasa a ser un mero medio supeditado a un fin político superior que, a fin de cuentas, no se distancia tanto de esa construcción de mitos que trataban de superar. Vanguardia y Modernidad acaban sosteniendo la misma pretensión teleológica en la que cada acto singular solo tiene sentido en tanto apela a un fin último, a una realización de la historia.

El retorno de la columna Durutti, Internacional Situacionista

Sin embargo, esta crítica a la concepción del gesto como mero medio a la hora de realizar un fin ―en vez de asumirlo como una “medialidad sin fin” contrapuesta a la “finalidad sin fin” kantiana― no debe impedirnos valorar el impulso que guía la ética vanguardista. Su pretensión de tomar la vida como rector del arte implica que cada momento debe ser valorado, ante todo, por las posibilidades de ensamblaje, de reinterpretación del mismo. Frente a la vida vivida meramente como espectador, el gesto vanguardista busca ver en cada situación la posibilidad de una vida plena, aunque sea temporalmente. Quizás los rescoldos de la vanguardia no están en los museos sino que, tal y como podría llegar a proponer la Internacional Situacionista, se encuentran en la contracultura juvenil. No por nada su sección inglesa llegó a afirmar que los delincuentes juveniles eran el nuevo dadá.

 

 

Bibliografía

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Walter BENJAMIN, La obra de arte en la época de su reproducción mecánica, Casimiro, 2015.
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Peter BÜRGER, Teoría de la vanguardia, Península, 1997.
Hal FOSTER, El retorno de lo real: la vanguardia a finales de siglo, Akal, 2001.
Ángel GONZÁLEZ GARCÍA, Francisco CALVO SERRALLER y Simón MARCHÁN FIZ editores, Escritos de arte de vanguardia 1900/1945, Istmo, 2009.
Boris GROYS, Obra de arte total Stalin, Pre-Textos, 2008.
Charles HARRISON, Paul WOOD editores, Art in theory: An Anthology of Changing Ideas, Blackwell, 1999.
Sonsoles HERNÁNDEZ BARBOSA, Sinestesias: Arte, literatura y música en el París fin de siglo (1880-1900), Abada, 2013.
Internacional Situacionista, La realización del arte: Internationale Situationniste, 1-6, Literatura gris, 1999.
Jacques RÀNCIERE, El malestar en la estética, Capital intelectual, 2012.
TIQQUN, “El problema de la cabeza”, Tiqqunim. «http://tiqqunim.blogspot.com.es/2013/03/el-problema-de-la-cabeza.html»

 

Notas

 

 

1 Aunque esta separación entre arte y contexto social es algo que podemos rastrear en gran parte de la historia de la estética, aquí tomaremos el Art Nouveau como paradigma de esta autonomía del arte. Escoger el Art Nouveau dentro de todas las corrientes de eso que se ha llamado “arte moderno” para ejemplificar el modelo ante el que responden las vanguardias se debe, no solo a su contemporaneidad, sino también a que el Art Nouveau (como su nombre indica) también trataba de enfatizar ese papel de “radical novedad” constante en la historia del arte. No obstante, cabe señalar que el nombre del movimiento solo cogió fuerza con la apertura de la Maison de l’Art Nouveau, una tienda-museo situada en París e inaugurada en 1895.
2 Walter BENJAMIN, Libro de los Pasajes, Akal, 2005.
3 Si antes hemos mencionado el papel de Marx a la hora de configurar el ideario político de la vanguardia, no podemos dejar de lado la influencia de Hegel (no tanto su estética sino su fenomenología) a la hora de comprender la cosmovisión de las vanguardias. Por ejemplo, Breton, un declarado hegeliano, tomará el método dialéctico como forma de buscar la apertura de lo singular hacia la totalidad a través de la contradicción. De este modo, el “encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas” de Lautréamont abriría la puerta a una realidad superior, esto es, a una sur-realité.
4 Aleksandr RÓDCHENKO y Varvara STEPANOVA «Programa del grupo productivista» En Escritos de arte de vanguardia 1900/1945, Istmo, 2009
5 Walter BENJAMIN, Libro de los pasajes, Akal, 2005, capítulos 1 y 2.
6 Susan BUCK-MORSS, Dialéctica de la mirada, La balsa de la Medusa, 2005.
7 La Internacional Situacionista fue, en palabras del teórico de arte italiano Mario Perniola, la última vanguardia del siglo XX. Aunque su carácter vanguardista es algo a remarcar ―ellos mismos llegaron a definirse como la conjunción entre surrealismo y dadá―, su propuesta no puede reducirse a eso sin verse amputada, ya que la motivación principal de la Internacional Situacionista no era tanto artística como política, llegando a afirmar que “el comunismo realizado será la obra de arte transformada en totalidad de la vida cotidiana”.